ENSAYOS


Esta nota va dedicada a G que con suma generosidad me contó la historia de la choco, que fue su banda, y con eso me contó su historia, para M que no quiso decirme nada de nada, para el otro G con el que iba a merendar allá por el 2002 con una Cindor cuando estaba aislado de todo el mundo. Para el presidente del centro de estudiantes del CUD –pasado los años 2000- que en ese momento me dijo que llevar a “la choco” a las aulas no era posible porque eran muy cachivas, ojalá los que quedaron hayan podido tocar suelo universitario. Para los que murieron de manera crueles por ser parte de la banda y sobre todo para los que están vivos haciendo una vida digna porque pudieron con todo.

Fines de los 90s en un patio de la cárcel de devoto, unos pibes de 18 o 20 años caminando con una cindor en la mano. Unos adultos -los uruguayos-, que se creían los dueños de decidir qué se podía y qué no en ese penal, los apuran para pelear. Esperaban, claro, la sumisión y se encontraron con pibes que les hicieron frente. Parece, dicen las historias, que cuando los separaron uno de los uruguayos les gritó (el que no salió herido de la pelea) “sabes la chocolatada que te falta, pibe” y ahí nació la banda de la chocolatada.   

Podemos hacer una búsqueda en internet y entonces nos encontramos con artículos periodísticos donde se dice que El Marginal se inspiró en ellos para hacer la sub 21, también podemos ver presos youtuber que hablan sobre la chocolatada como esa banda que rompió todos los códigos, los acusan de la decadencia carcelaria, dicen que nada volvió a ser lo mismo después de ellos. Sería algo así como que pasarla mal en la cárcel para los nuevos, para los viejos, para los reincidentes para quienes tienen cartel y para quienes no, todo sucede por culpa de “la choco”, de aquella banda, les ponen en sus espaldas ese quiebre en las reglas carcelarias.

Y si bien no fueron los culpables de que todos los códigos se rompieran, sí fueron parte de un momento histórico en las cárceles, los pibes hicieron eso.

Siempre que me invitan a dar una charla sobre adolescencias, juventudes y delito propongo una misma dinámica: antes de decir “hola”, señalo a cada participante y le pido que me diga qué es lo primero que se le viene a la cabeza cuando piensa en un adolescente-joven, y salvo excepciones la cosa no falla: bardo, quilombo, falta de límites, esperanza, futuro. La lógica va desde ponerles en sus espaldas todo lo caótico o a cargarles toda la expectativa. Lo cierto es que es una etapa vital de tránsito hacia el mundo adulto con crisis como tienen todas las edades, con tristezas como todas las edades, con futuros como todas las edades, con pasados como todas las edades. Lo que sí los diferencia es que no están, todavía, dentro del universo adulto y ahí debería haber un espacio de cuidado generacional que nos toca a quienes vinimos antes a este mundo. Es una etapa de la potencia, de despliegue, de mirada desafiante y, por sobre todo, de discusión con lo establecido, los pibes discuten generacionalmente incluso en las cárceles.

“Somos hijos de los 90” eso es lo primero que me dice G que está detenido en algún penal de la Argentina y que fue parte fundante de la chocolatada. No es un dato menor, se ubica así mismo y a su banda como producto de una década dominada por el neoliberalismo donde no hace falta historizar demasiado para encontrar las consecuencias nefastas que ese tipo de política tuvo para el pueblo. Los hijos de los 90 estaban en un penal de máxima seguridad diciendo que no iban a cebarle mate ni lavar el tupper a nadie por más cartel de chorro viejo que tuviera, y es ahí donde se ganaron la fama, ahí mismo donde lo que les decían los adultos que había que hacer no lo hicieron. Y entonces forjaron lo que sabían hacer o lo que el sistema les ofreció: defender su dignidad a puro huevo y aguante. Porque las cárceles son (en ocasiones) un escenario de masculinidades hegemónicas donde quien más se la banca es quien más puede. Y así fue que esos pibes, con lo que tenían a mano, decidieron un día no ser sirvientes de nadie, y se pelearon con todo sujeto humano, tuviera el prontuario que tuviera, y no respetaron ni al que venía de la súper banda para decirles qué es lo que tenían que hacer. Establecieron una nueva manera de vincularse, dejaron la sumisión para bancársela frente a todos. Un debate generacional en donde no estaban dispuesto ni a cebar mate, ni a hacer masajes, ni a lavar ropa, ni a ser humillados, ni a ser víctimas de abusos por ser pibes.

La banda de chocolatada que rompió todos los códigos estaba desafiando lo establecido, y lejos de ser un grupo de violentos sin razón se fueron organizando en la cárcel de Devoto, primero, y en todas las cárceles federales después. Tenían un sistema de cuidados para quienes querían integrar la banda que se basaba en garantizar derechos básicos que el Estado no podía garantizar: alimentos, ropa, vivir tranquilos y lealtad a la banda. Los dividieron en diferentes penales y ahí fueron sumando adeptos, llegaron a tener 300 pibes, o quizás más. Se iban comunicando cuando no había celulares y se iban enterando qué pabellones ganaban, casi como si estuvieran en una guerra.  Pensar que los pibes y su violencia son actos irracionales es no comprender la potencia que tiene sentir que existe alguna manera de defender la propia dignidad. Y si la respuesta fue violenta es porque las cárceles lo eran antes que ellos llegaran, y lo fueron también después de ellos, pero hubo un tiempo, un pequeño tiempo, donde los adultos tenían miedo de ir a donde estaban los pibes. No los estoy reivindicando -quizás un poco si- estoy intentando decir que ni antes de ellos la cárcel era un lugar pacifico ni lo fue después, que los códigos que rompieron en un momento histórico determinado era salirse del lugar de víctimas, el único lugar que ofrecía ese momento cuando eras un pibe y entrabas a un penal.

Ese quiebre generacional podría haber sido una oportunidad para repensar las dinámicas carcelarias, para que el Estado intervenga en los modos de vinculación dentro de las cárceles, para que se haga una lectura sobre ese fenómeno y se propusieran espacios pedagógicos que permitieran desarrollar una mirada más amorosa sobre los modos de estar en un lugar de encierro. No era muy difícil leer ese fenómeno que fue “la choco”, lo único que hizo fue visibilizar el nivel de maltrato y humillación que existía por parte de los presos viejos para con los pibes. Pero lo que hizo el Servicio Penitenciario Federal, después de su desconcierto inicial, de no saber qué hacer con esos jóvenes que le peleaba al tipo con más cartel de todos, fue ubicarlos en el lugar del “infierno”, porque todas las cárceles tienen un lugar con el cual amenazar a los presos: “si haces esto vas a tal lado”. “La choco”, que podría haber sido una oportunidad estatal para revisar el sistema penitenciario, fue usada como el infierno. El Estado dejó pasar ese momento de quiebre generacional para reproducir violencia, para poner sobre sus espaldas todo lo malo que podía pasar si te tocaba ir con ellos.

Me dice un preso viejo que está alojado en algún penal de la Argentina que “la choco” usó métodos crueles contra otros detenidos, que no tenían códigos no solo por no respetar a los presos viejos si no por hacer sufrir gente, y yo que no creo en la romantización de nadie, creo que eso de cómo tratar a otros no era un rol que podía definir esos pibes que estaban en pleno combate para intentar no ser maltratados. No les tocaba a ellos definir la política penitenciaria, eran pibes y con eso quiero decir que el sistema adulto-todo- tuvo una responsabilidad.

Pero hay algo mucho más interesante que me dice ese preso viejo que no los quiere tanto y que me acusa a mí de defenderlos (y quizás tenga razón)  “ellos, de a uno, no eran nada, siempre valieron cuando estaban juntos”, eso suele repetirse: algo del grupo los hacia funcionar y esto puede verse de dos maneras: lo grupal siempre hace que las masculinidades se pongan de manifiesto de una manera más brutal y que el sentido de ser parte de algo más que la propia individuales hace sentido de comunidad. Creo que “la choco” comprueba las dos cosas. Reprodujeron los métodos enseñados y también se sintieron parte de un colectivo que iba más allá de cada uno: la chocolatada, los pibes, los que rompieron los códigos de las cárceles, los que dijeron basta al abuso adulto, que no pudieron construir una nueva practica más humana porque tampoco les tocaba pensar esa pedagogía, que defendieron su dignidad con lo que habían aprendido, con lo que habían hecho con algunos de ellos, los que dijeron que no iban a  ser maltratados, los que decidieron que cebar un mate era por compañerismo y no por sumisión.

La chocolatada, la banda de pibes, que buscó una forma de vida sin maltrato adulto.

Por Mora López